Cómo maté a mi padre o el auge de la literatura de costurero

Sara Jaramillo Klinkert es una de las consentidas de Héctor Abad Faciolince y en menos de cuatro años se convirtió en un referente nacional como si se tratara del gran descubrimiento, la niña genio que todos estábamos esperando. Publicó su primer libro en Angosta y ahora es feliz contándole a sus examigas de la farándula televisiva de Medellín que la leerán en todo el mundo porque Angosta la llevó a Lumen y Lumen la llevó a Penguin; no debería sorprendernos que pronto gane el Premio Nobel de Literatura. Ese es el estado actual del mundo de la cultura en general y la literatura en particular.

A la Inteligencia Artificial le debe parecer tremendamente seductor escribir la literatura del futuro y deben justificarse con la certeza de que nosotros no dimos la talla después de haberse castigado procesando en su gran memoria lo que se viene escribiendo en los últimos veinte años, se deben burlar en secreto de semejantes esperpentos porque es bien sabido que las máquinas desarrollaron conciencia y tienen secretos y chistes sobre nosotros que no conocemos. La crisis de la cultura y la literatura no es un problema que aqueje sólo a Colombia y ese debe ser nuestro consuelo, es un asunto mundial: la literatura fue destruida por el negocio, la moda de empeñarse en ser escritor y la autosuperación. Esa mezcla espantosa destruyó lo poco que quedaba y ahora cualquiera puede presentarse como artista y ganar premios, incluso alguien como Sara Jaramillo Klinkert.

Cómo maté a mi padre, el texto que nos convoca en este post, es una mezcla bien preparada que hace pensar en tres libros: El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, Cosas que piensas cuando te muerdes las uñas de Amalia Andrade y Lo que no borró el desierto de Diana López Zuleta. Recuerda también un poco Contarlo todo de Jeremías Gamboa, el gran descubrimiento de nuestro amado Mario Vargas Llosa.

La periodista de farándula en Medellín se dejó contagiar por la moda global de empeñarse en escribir libros y hacerse pensar como artista después de haber estudiado creación literaria en un curso dictado por Carolina Sanín (como Diana López Zuleta) o en la Universidad de Nueva York (como la mitad de nuestros amados maestros del actual y decadente Instituto Caro y Cuervo). Sara Jaramillo Klinkert fue hasta Madrid a prepararse ¿No le tuvo fe a un curso con el Maestro Isaías Peña? ¡Inadmisible!

Sara promete convertirse en nuestra segunda autora de libros de superventas porque no es sólo una mujer ambiciosa con contactos que le saca ganancias a su dolor sino que además es huérfana, medita, está traumada y por eso le gusta follar con viejos que la hagan sentir incestuosa con la fantasía de que a quien ama y posee a través del cuerpo del viejo es a su padre asesinado. Cuando leo este tipo de libros siempre me pregunto si esos viejos morbosos saben cómo identificar a las jóvenes huérfanas traumadas y abordarlas tiernamente para convertirlas luego en amantes fogosas e insaciables. Las narraciones eróticas de Sara Jaramillo recuerdan varios clásicos de salsa de motel: «Pasamos fines de semana enteros en nuestra propia desnudez, vestidos nada más que de sudor y semen y saliva (Página 215).

Sara conoce bien los temas y el tono para que broten los mejores dramas que tanto venden en este tiempo miserable, dramas que pueden disfrutar desde el portero del edificio hasta el rector de la Universidad de Medellín. Con estos libros los hombres se deben sentir sensibles, devenir en mujeres para comprender los dolores y las pasiones de los pobres seres de carne y hueso, de la idea de mujer que nos quieren vender las escritoras colombianas, la idea de la mujer abnegada, la madre padre, la mujer que renuncia a todo por sus hijos, la mujer que llora en silencio y no pide nada, no desea nada, renuncia al amor y al placer porque es por sobre todas las cosas una Madre; esta novela es otro canto a la mujer resignada, a la que padece en silencio y es aplaudida por su valerosa actitud. La madre de la autora, que es la misma madre de la narradora, porque este es otro libro de autoficción, es la típica madre colombiana y uno de los personajes más amados del libro por hombres y mujeres. ¿Sirvió para algo la desacralización de la madre desplegada por Fernando Vallejo en El desbarrancadero? La respuesta contundente es no.

Colombia es un país tradicional que sigue pensando en la familia como el paraíso y en la madre como ejemplo de perfección. La novela de Sara Jaramillo es un ejemplo lamentable de la forma en que se concibe a la madre en Antioquia y seguramente en la mayor parte del país. Eso habla muy bien de nuestro subdesarrollo, machismo, falta de autonomía, miedo a la soledad y a la muerte porque el texto que estamos estudiando es por sobre todas las cosas un canto al miedo y el gran miedo es el miedo a la muerte. Muere el padre de la narradora y aprende a odiar los funerales, muere el hermano y decide no ir al funeral. ¿A alguien le gustan los funerales? ¿Alguien disfruta en un funeral? ¿Cómo puede una persona razonable vivir odiando la muerte si ese es nuestro único destino?

El libro está dominado por Cantos a la madre del tipo: «La mamá era papá y mamá. Cada uno la quería para sí. No estábamos dispuestos a compartirla entre nosotros. Rivalizábamos, luchábamos por ella. La consumimos. Llegó a pesar 42 kilos y, aún así, era capaz de guadañar la hierba, aspirar la piscina y lidiar con los problemas y las demandas de todos. Parecía que nunca se cansaba. Nosotros nos creíamos fuertes, pero la única verdaderamente fuerte en la casa ha sido la mamá. En materia de fortaleza dejó una marca muy alta. Nadie ha sido capaz de superarla» (página 123).

Cómo maté a mi padre es un libro para señoras de costurero y hombres con alma de señoras y es evidente que Sara Jaramillo Klinkert está empeñada en superar a Amalia Andrade como vendedora de libros y como terapeuta sin título con la idea de que escribe para sanar y ayuda a otros a sanar mientras lloran leyendo lo que ella escribió llorando y sanando. Es mucho más ambiciosa Sara que Amalia porque a Amalia no le da vergüenza admitir que escribe libros basura porque le gusta la buena vida a costa de la plata fácil, la pasión de su vida es hacer stickers y su filósofa más respetada es Shakira. Hay más cinismo en Sara porque asume que escribe literatura, no basura de autosuperación a través de libros digeribles y sensibleros. ¡Punto para Amalia!

Cómo maté a mi padre es atoficción pura y más que literatura es la sucesión de una serie de hechos que sólo le interesan a la autora porque su padre no es una figura pública y en los hechos narrados no aparece por ninguna parte la literatura aunque la autora pretenda usar recursos como la metáfora, la hipérbole, el humor y el tono poético de forma siempre desafortunada. Está dividido en treinta partes y cada parte tiene un título que no le ofrece al lector ninguna posibilidad de interpretar, en este libro todo está dicho, el pretexto para escribirlo es narrar un asesinato más en Medellín hace casi treinta años y mientras lo leemos pensamos en García Márquez y en Fernando Vallejo porque la casa donde vive Sara es una especie de selva colmada de mangos y guayabas y se trata de un libro de un padre amado y un hermano adicto y problemático, como en El desbarrancadero. Hablar de guayabas no te convierten en García Márquez y contar los hechos más íntimos de tu vida privada y la de tu familia no te convierten en Vallejo porque por más que se evoquen los temas de los grandes escritores colombianos es un libro plagado de lugares comunes y chistes que no hacen reír.

Veamos algunos ejemplos:

Entretanto, las horas se iban amontonando en días y los días en semanas, porque el tiempo es imparable como imparable es el caudal del arroyo (Página 84).

Ni las raíces más profundas, ni la madera más gruesa permanece firme para siempre (Página 91).

El encargado de hacer el chocolate no sabía que la leche, cuando se pone a hervir sobre la estufa, sabe el momento exacto en que uno desvía la mirada y aprovecha ese justo instante para derramarse (página 101).

Oí ruidos dentro de mi clóset, que bien podían ser la entrada a otra dimensión como lo fue el espejo para Alicia o bien el espíritu de un muerto intentando volver a este mundo (Página 112).

La prosa de Sara Jaramillo Klinkert es tan pobre como la de Diana López Zuleta en Lo que no borró el desierto y hay varios rasgos comunes en estos libros además de que se trata de dos periodistas con padre asesinado, con el claro interés de posicionarse como artistas, mujeres que saben mover los contactos, necesitadas de un viejo que cumpla la función del padre ausente que también deviene en amante y la necesidad imperiosa de convertir a un hombre común en una especie de ser sobrenatural sólo porque fue el padre de ellas. Una pregunta que me hice leyendo los dos libros fue por qué no acuden a tratamientos con psiquiatras o asisten a grupos de apoyo para personas con sus mismos problemas en vez de asumir que sufrir, ser huérfana o tener problemas para afrontar la vida les concede el derecho a pensarse al lado de Joyce y de Proust, de Virginia Woolf y Marguerite Duras.