Ejercicio crítico

Usé Facebook desde su inició hasta hace unos cinco años y en 2023 decidí regresar porque Twitter no es lo que era comandado por Elon el mercantilista. En esa red que conocí muy bien hace un tiempo ahora comparto algunos posts que escribo aquí (en este blog) y me ha llamado la atención cierta resistencia de algunos escritores a mi estilo, a la forma en que abordo los textos, al enfoque que le doy a algunos temas y siento que hay prejuicios sobre mí, sobre lo que soy como persona, como lectora y como crítica. No entiendo la resistencia si se supone que nadie me conoce y empecé de cero en Facebook hace menos de dos meses. Me sorprende más todavía que sin yo interactuar con muchas personas allá -porque todavía sigue siendo Twitter la prioridad- me han dado a entender que les resulto repulsiva e inapropiada, poco clara porque abuso de la adjetivación y escribo con reservas y prejuicios de señora reprimida sin vida sexual ni social.

El domingo en la noche publiqué una reseña de Dos aguas, la novela de Esteban Duperly, y me sorprendió la reacción del también escritor Andrés Mauricio Muñoz quien condenó de manera severa mi forma de entender la crítica y el análisis literario; está casi seguro (sin haber leído Dos aguas) de que no sé en qué consiste mi trabajo y duda de mis dotes como lectora sólo porque menciono algunas incoherencias y cierto estilo de tías que encuentro en la novela del nuevo editor de EAFIT, estrella innegable de Angosta y consentido del maestro Abad. El autor de Las margaritas (novela que ya leí y quiero volver a leer para escribir una reseña porque se la prometí al autor en nuestra conversación de ayer) intercambió algunas ideas conmigo, compartí con él otro texto crítico que sí le gustó y saberlo me llenó de júbilo porque algo me dijo que necesito su aprobación, sentir que no soy tan poca cosa, que no soy una mujer tan minúscula e insignificante, y entonces le prometí que leería su novela con mucho cariño con la ilusión de que le gusten esas pobres apreciaciones mías.

Hoy temprano, cuando quise ver su perfil en Facebook para saber un poco de él en un primer acercamiento como crítica, pensando desde ya en el texto que espero escribir, me encontré con una triste sorpresa que me tiene el corazón hecho girones: no puedo ver su perfil.

Con ustedes, un fragmento de la conversación que tuve con el maestro:

Escribir es un asunto serio

Ayer a las siete de la noche era domingo

Estaba sentada en mi silla de leer y ver películas sin leer y sin ver películas

Sentía todo el peso del domingo aunque hoy no tengo nada que hacer

Porque mi condición natural es no hacer nada

Tampoco hacía nada cuando trabajaba o estudiaba.

Por instinto me hice masajes al lado izquierdo y derecho del cráneo

Y descubrí que el lado derecho produce el sonido que produce una articulación

Ya sé que el lado derecho de todo mi cuerpo es más sensible que el izquierdo

¡Pero jamás imaginé que un cráneo podría producir sonidos!

El masaje duró unos quince minutos y me levanté como una autómata

Me debía la reseña demoledora de Dos aguas, de Esteban Duperly, y me senté a escribirla

Escribir esa reseña no fue como escribir otras porque era de noche y nunca escribo de noche

Soy una persona racional pero también soy una persona intuitiva y la experiencia de la vida me enseñó que es mejor escribir antes del almuerzo porque el día me permite digerir lo escrito para llegar a la noche lista para dormir sin pensar en nada.

Escribir de noche fue diferente, una experiencia física, y mientras escribía temía lo que pasaría cuando terminara y pasó porque mientras escribía sentía el ímpetu de una boxeadora y tuve que quitarme la chaqueta y escribir en camiseta para hacer más contundes los golpes al consentido de Héctor Abad Faciolince, al nuevo editor de EAFIT.

Gozaba cada golpe dado y un golpe pedía otro todavía más contundente y cuando terminé de escribir sentí que se trató de una experiencia más física que mental, casi mágica, y recordé que hay gente que cree en duendes que comandan la escritura y me pregunté si hay duendes diurnos y nocturnos y me fui a dormir.

Primero oí un ruido no conocido pero no le presté atención. El ruido salió del lugar donde guardo el teléfono apagado y las gafas al lado.

¿Las gafas son ahora un objeto poseído por el duende de la escritura nocturna?

Sólo Dios lo sabe

Intenté dormir y no podía.

Me levanté, tomé agua, volví a intentar dormir y llegaron las pesadillas más espantosas de muertos vivientes a los que se les veía la sangre verde dentro del cuerpo porque la piel era transparente, cremas que aplicaba en mi cara y la alisaban hasta hacerla desaparecer y ojos blancos gigantes en esa cara mía que no se podían cerrar, alguien a mi lado intentando abrazarme con sus brazos largos y otra lista larga de abominaciones que me recordaron las pesadillas de cuando era niña y tenía miedo de la noche, miedo a soñar.

Después de las pesadillas volvió el sueño sin sueños, mi favorito de todos los tiempos, y me desperté pensando en escribir este post para guardar la experiencia en el recuerdo.

Dos aguas: ¿La versión acuática de El secreto de la montaña?

Hace veinte años Héctor Abad Faciolince era un escritor que prometía y luego se convirtió en el autor favorito de las señoras. Desde El olvido de seremos dejé de leerlo porque mi mamá lo adoraba y me hablaba con emoción cuando lo veía en televisión. Antes de morir leyó La oculta y le gustó más que todos los anteriores. Ella pensaba que yo adoraba a Abad porque hice el trabajo de grado en el Caro y Cuervo sobre él, Vallejo y Cano Gaviria, pero lo que mi mamá no recordaba es que su autor estrella era el blandengue de mi estudio y no lo volví a leer porque es tan comercial y tan femenino como el adorado por los niños y las niñas de los colegios distritales de Colombia, el que bajó del trono a Fernando Soto Aparicio, Jairo Aníbal Niño y Álvaro Salom Becerra: Mario Mendoza. No se sabe si es más detestable el stand permanente en todas las librerías del escritor más mercantilista que ha dado este país o saber que pronto lanzarán al mercado la edición 100 de El olvido que seremos.

Héctor Abad Faciolince está convencido de que es un gran escritor porque es un gran lector y por eso ahora también descubre autores y los publica en Angosta, su editorial independiente. Los libros son muy bonitos pero acabo de leer Dos aguas, de Esteban Duperly, y sólo se me ocurre pensar que es el mejor discípulo del maestro de la sensiblería barata y las metáforas de dos pesos. Es evidente que el editor de Angosta lo convenció de que escribiera de tal manera que cualquiera pudiera leer su libro y se sintiera profundo y sensible, como suelen sentirse con algunos libros de autosuperación o el 90% de las películas que vemos en Avenida Chile. Dos aguas es un libro que pretende presentar una gran tensión, un retrato de lo más vil de la condición humana, y termina siendo todo lo contrario: una novelita para señoras o la obra perfecta para leer en el avión y sentirse culto.

El libro está hecho a partir de dicotomías: el blanco y el negro, el racional y el intuitivo, los judíos y los nazis, los buenos y los malos, los hombres y las mujeres, el río y el mar, el agua y la tierra, la carretera y la trocha. Es un libro absolutamente binarie que haría temblar de ira a las feministas más delicadas y también hace pensar en literatura gay porque hay tensión permanente entre los dos personajes principales (el negro y el blanco) y, sin embargo, al final del libro todo se resuelve de manera muy amorosa:

Bernhardt miró al Boga, empapado de sudor. Fue hasta la borda, agarró el botellón grueso y quiso echarse por fin un trago. Pero se lo puso primero en la boca al Boga. El negro se pegó de la botella y tragó seis buches largos, marcados por el subir y bajar de la nuez de la garganta. Bernhardt sin limpiar la botella, bebió igual (Página 190).

¿Qué pensarán de esa escena Freud y Carolina Sanín, la eminencia que sospecha que detrás de todos los hombres lo que hay es un cacorro? El casi beso con objeto fálico del que sale un líquido recuerda la escena de La virgen de los sicarios cuando Wilmar le da aguardiente de su boca a Fernando un poco antes o después de haber oído Senderito de amor en Bombay.

La escena gay ocurre en las últimas páginas de la novela y eso lo quita toda la verosimilitud porque un lector no estúpido esperaría que se llegara hasta allá después de más momentos de tensión que se van distensionando, pero no, diez páginas antes y desde cuando el negro y el blanco se miran saben que son irreconciliables, que ni siquiera podrían ser amigos y ahora navegan en una barca como en el clásico de Rocío Dúrcal.

En el libro abundan obviedades dignas de Desiderata: «Bernhardt estaba convencido de que en los libros se aprende más que en los institutos y que en la vida más que en los libros» (páginas 22-23) y la nostalgia típica de las novelas sensibleras, el famoso todo tiempo pasado fue mejor y nada más tierno que vivir en un ranchito al lado de tu mujer y tus hijos, la infancia recobrada: «Capturado por una trampa de la nostalgia y atontado por lo que le acababa de suceder, en el lugar donde se proyectaban las imágenes de la memoria se formó en Bernhardt, luego de décadas olvidada y anulada, la ensenada solitaria donde iba cada verano de la infancia» (página 68). Nuestro Esteban Duperly es otro Proust criollo como el aclamado Simón Villegas Restrepo. No hay quien lo dude.

En la obra queda claro que las mujeres sirven para tener hijos, cocinar, arreglar la casa, ser la amante de los hombres y convertir cualquier potrero en un Hogar. Uno no esperaría que el autor fuera feminista pero la idea que tiene de las mujeres no la tiene ni siquiera mi papá, un hombre machista de 83 años: «Las mujeres podían fabricar en cualquier lugar la sensación de un hogar» (página 71), «La llevó a vivir con él… siempre y cuando terminaran espernancaos en la hamaca en que se envolvían ambos las noches de copular» (páginas 94-95).

Se supone que leer literatura consiste en descubrir y en armar pero en esta novela el lector siempre es tratado como un tonto y se le explica de todas las maneras y de forma reiterada por qué el título de la obra es Dos aguas. No estamos ante un primo de Balzac sino ante el hermano gemelo de Coelho: «Y allí se producía un encuentro de dos aguas y creaban una estampa de tonos difusos» (página 38), «Lo expulsó velozmente hacia afuera y lo dejó varado en ese caldo incierto en donde se encuentran dos aguas, que no es río y tampoco es mar». (página 93), «El Boga buscaba la franja bicolor donde la descarga dulce y fangosa del río se encontraba con el cuerpo salado del mar y se formaba una suerte de frontera de dos aguas» (página 183).

Dos aguas es un libro para hacer sentir noble y bueno al lector y también al escritor. El señor Duperly es un payaso presumido con sus ancestros los pilotos comerciantes maestros de la fotografía y el buen gusto: «Con el almacén, Bernhardt se convirtió en el príncipe mercante que su padre había sido. En un arrebato de sofisticación se unió al aeroclub y aprendió a pilotear aviones pequeños, aunque de eso también hizo un negocio. Y como aún podía hacerse a más compró en Estados Unidos una patente para venderles productos Kodak a vieneses seducidos con las maquinitas norteamericanas» (página 64), pero nos quiere hacer creer que le gustaría ser pobre, vivir en un ranchito con su mujer para follársela tres veces por semana haciendo camino al andar como Machado y sin reloj como Thoreau y por eso el alemán engreído convierte en su maestro al negro en un arrebato de buenismo y porque Abad, el editor y el mismo Duperly saben que eso es lo que vende, lo que le gusta a las señoras, el buen salvaje: «El boga nunca había sido consciente del tiempo, no le importaba la hora. El reloj no era su amo. El día era un solo elemento que se descomponía en tres partes: mañanas, tardes y noches divididas a su vez en ratos que asociaba a la temperatura o al calor de la luz: estaba fresco o estaba claro. O se ponía oscuro o hacía calor» (página 125).

Como lo podrá notar el lector la novela es de prosa rebuscada, de aparente español perfecto y, sin embargo, encontramos en el libro construcciones tan absurdas como la que verán a continuación y con esto termino: «Fernanda apoyó en su regazo el cofre de baquelita y lo abrió para darles a los niños galletas de soda y té que aún quedaba en el termo. También les lavó las caras y los cuellos con agua y un pañuelo» (página 83).